Los oaxarochos del Papaloapan, pueblo de Oaxaca y Veracruz que reclama su identidad fronteriza. Fotos: Edwin Hernández y Antonio Mundaca

Papaloapan es una pequeña península frente a Veracruz, ubicada a 471 kilómetros de la capital de Oaxaca. Administrativamente es una agencia municipal que pertenece a Tuxtepec y es habitada por 2 mil 600 habitantes, según el último censo del Inegi.

Aunque los límites no dejan duda de que se trata de una población oaxaqueña, en realidad, pisando el calor de sus calles, hablando con su gente, comiendo los peces y los frutos que emergen al costado del río que la rodea, es posible entender que es un lugar trastocado por la frontera.

Aislados del centro de Oaxaca y Veracruz, es una selva extremadamente caliente entre dos mundos. Una región con dos culturas distintas, fusionadas, más cargada en historia y simbolismos a los negros cimarrones libertos de las haciendas veracruzanas a lo largo del tiempo, que a los pueblos indígenas de la Chinantla alta. Es una brecha de tierra llana de calor y humedad con mestizos que se reconocen a sí mismos como “oaxarochos”, una forma simple de unificar las luces que los han construido como habitantes de una cultura en el borde.

Papaloapan es una puerta a Oaxaca por río desde hace 124 años, cuando se construyó la Estación Ferroviaria El Hule para unir al Istmo con el Golfo de México, según la documentación del historiador tuxtepecano Tomás García. También es un puerto a la sierra oaxaqueña, donde apenas hace un par de años la comunidad decidió alzar velas para ser reconocidos como un pueblo afromexicano ligado a la cultura jarocha de los Llanos del Sotavento, una reivindicación que para los pobladores es necesaria para darle nombre a sus particularidades identitarias.

“El próximo agosto quedaron las autoridades del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) de decirnos si ya somos parte del Catálogo Nacional de Comunidades Indígenas y Afromexicanas, nosotros ya llenamos la cédula de identificación y reunimos los requisitos que nos pidieron, creemos que el reconocimiento como afrodescendientes por parte del gobierno podrá visibilizarnos y podremos acceder a derechos y justicia, y obras que desarrollen el pueblo, que por mucho tiempo nos han negado a los jarochos de Oaxaca”, afirma Margarita Valerio González, agente municipal de Papaloapan.

Para ser evaluados como pueblo afrodescendiente, los papaloapenses tuvieron que cubrir varios requisitos, entre ellos juntar firmas, recabar las costumbres del pueblo ligadas al afromestizaje e identificar las manualidades y el tipo de comida que realizan de forma cotidiana y tradicional. También crearon un perfil de las ocupaciones que han tenido sus habitantes a lo largo del tiempo, además de recopilar sobre todo la historia oral que no aparece en los libros de textos oficiales, explica la representante comunitaria.

Fueron 800 personas, un poco más del 30% de la población, la que se definió como afrodescendiente en las firmas recabadas; sin embargo, muchas otras a pesar de tener rasgos físicos y culturales ligados a la afrodescendencia, decidieron no inscribirse. “Se trata del racismo histórico con la población negra, la falta de información, de los prejuicios que hay con la gente morena. Aunque casi todos aquí tenemos mucho de negros,  está arraigado que no somos un pueblo ni de Oaxaca ni de Veracruz. Los oaxaqueños nos dicen jarochos y los de Veracruz no nos reconocen como suyos del todo, aunque casi todos tenemos familia del otro lado del río, estamos mezclados pero nos parecemos más en todo a los jarochos”, sostiene Margarita.

“A los negros los mataba el calor”

Según las historias que cuentan los viejos papaloapenses, antes esta comunidad oaxaqueña fue una ensenada de agua dulce donde por muchos años se guarecieron barcos que venían de Alvarado y Las Antillas con negros traídos por empresas extranjeras a trabajar la siembra del plátano.

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Fue el tren, una bestia determinada que atraviesa el pueblo todavía, el que los convirtió en una nación minúscula de mulatos, caporales tropicales, criollos trastocados por exuberantes planicies verdes con las mejores tierras para la crianza de caballos y ganado. Sotaventinos que se integraron culturalmente con lospueblos descendientes de africanos de Veracruz a través de la adoración al Cristo Negro de Otatitlán, a donde hacen peregrinaciones cada año.

Marcos Amador es el anciano de mayor edad del pueblo. El 10 de septiembre próximo cumplirá 93 años y su relato, de alguna manera, representa las oleadas de mestizaje y la historia de Papaloapan de forma viva: indígenas que llegaron hace siglos a una tierra despoblada, hacendados blancos que necesitaban mano de obra gratuita a cambio de tierras ricas para la siembra y negros veracruzanos que huían del esclavismo colonial de Laguna Camaronera y la Laguna de Alvarado.

Luego, esclavos traídos por la empresa inglesa Waddell & Hedrick, para construir el puente de fierro que atraviesa el río Papaloapan desde 1899, y una nueva oleada de negros transportados entre 1920 y 1930 por españoles y británicos, para cargar vagones de trenes con toneladas de plátano para exportarlos a Europa, la época del “oro verde”, según documentos históricos del Sotavento veracruzano publicados en 2011.

“Mi papá era un viejo prieto morado, que llegó a Papaloapan caminando de Tierra Blanca, Veracruz cuando tenía 12 años. Aquí conoció a mi mamá que era de San Cristóbal de las Casas, era cocinera en los comedores de los señores que le trabajaban a los gringos. Ella me tuvo a mí y a mi hermano, pero mi papá tuvo otros 7 hijos con otras mujeres”, cuenta don Marcos Amador, que vive ahora en la entrada del pueblo frente a la carretera federal 145. 

Cuando don Marcos Amador habla es como una voz perdida en la arenisca de un viento sureño, como si esta frontera oaxaqueña no fuera de las más pobres y dejadas, sostenidas por el mito de un Tren Transoceánico, que hoy es una especie de fantasma al que todos en Papaloapan parecen aferrarse. 

“Cuando se quemaron las casas de palma decidieron ponerle Papaloapan en honor al río, lo refundaron, porque en nuestro pueblo inicia el Papaloapan veracruzano hasta llegar al mar y somos la entradita a Oaxaca. El puente donde atraviesa el tren, desde hace un siglo, representa la frontera y la unión de ambas culturas. Somos tan jarochos que yo de joven mi cartilla la sellaba en Veracruz como si hubiera nacido en ese estado”, relata. 

“Los gringos trajeron muchos negros que trabajaban en el campo cargando flotas gigantes de plátano roatán. Después fue el plátano macho, en la noche les brillaban los ojos y los dientes, ellos dormían en el monte, comían y trabajan pero no tenían donde vivir, por eso muchos huían porque aguantaban mucho,  pero el calor los mataba”, narra. 

El mestizaje

“Desde muy chicos a los niños nos enseñan a nadar y cruzar el puente, cuando pasa el tren uno se debe meter entre los tubos, luego desde ahí salta la gente cuando se anda bañando, el puente de fierro es algo que une a los Oaxarochos”, sostiene Marlene Alondra Ortega Lomelí, una joven profesora egresada de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN). 

Marlene Alondra es descendiente de una de las 20 familias fundadoras de Papaloapan. Su tía Froila Palma llegó de Ojitlán, Oaxaca, y se juntó con un español originario de Cordoba, Veracruz.

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