Existen más de 100 causas conocidas de demencia, una condición general (no enfermedad específica) caracterizada por un deterioro significativo en las funciones mentales que limita la autonomía de la persona. La más común de todas es el alzhéimer (50-70 % de los casos), una enfermedad neurodegenerativa de origen desconocido e incurable hasta el momento.
En esencia, la enfermedad de Alzheimer implica la acumulación anormal de una serie de proteínas (tau y β-amiloide) en el cerebro. El proceso se inicia, de forma silenciosa, hasta varias décadas antes del diagnóstico.
Aunque a menudo existe la falsa creencia de que se trata de una enfermedad hereditaria con origen genético, se estima que solo un porcentaje muy pequeño de casos (inferior al 1 % aproximadamente) puede explicarse por una mutación específica en ciertos genes (PSEN1, PSNE2 y APP).
Por tanto, la mayoría de los casos de alzhéimer son esporádicos (es decir, que no tiene carácter epidémico ni endémico), en los cuales las hipótesis epigenéticas cobran cada vez más fuerza. Así, los factores ambientales (exposición a tóxicos, dieta o estrés) pueden inducir cambios silentes y graduales en la actividad de nuestros genes, desencadenando finalmente la aparición de la demencia.
¿Se puede prevenir el alzhéimer?
Hasta finales del siglo XX, hablar de prevención en las demencias era un planteamiento casi utópico. Pero el panorama ha cambiado bastante en los últimos años, sobre todo después de que la demencia se haya reducido en algunos países desarrollados. Es más, diversas instituciones sanitarias de prestigio (OMS, Comisión Lancet y otras) consideran que la demencia se puede prevenir. Esto abre nuevas puertas hacia intervenciones basadas en la modificación de los factores de riesgo que dispongan de una evidencia contrastada.
Así, el manifiesto de Berlín (2019) sugiere que más de un tercio de las demencias pueden prevenirse si se evitan los infartos cerebrales.
Por su parte, el profesor Gill Livingston, del University College de Londres, y sus colaboradores sintetizan en doce los factores de riesgo modificables de la demencia, con unos porcentajes específicos de reducción si el factor es eliminado:
En la vida temprana pesa sobre todo la educación (7 %).
En la vida adulta, la pérdida auditiva (8 %), el traumatismo cerebral (3 %), la hipertensión (2 %), el consumo excesivo de alcohol (1 %) y la obesidad (1 %).
Y a medida que sumamos años –en la edad adulta tardía– cobran fuerza factores como fumar (5 %), sufrir depresión (4 %), el aislamiento social (4 %), la inactividad física (2 %), respirar aire contaminado (2 %) y padecer diabetes (1 %).
¿Podemos cuidar el cerebro?
Los cambios en la organización sociolaboral generados por la revolución industrial y tecnológica han hecho que gran parte de la humanidad se aglutine en las grandes urbes. Esto ha introducido cambios significativos en nuestros hábitos de vida. El incremento del estrés, una alimentación inadecuada y el sedentarismo son algunos ejemplos.
A lo largo de la historia, nuestros hábitos han generado modificaciones, lentas y progresivas en nuestros sistemas biológicos, incluyendo el cerebro. No olvidemos que la neuroplasticidad (capacidad de adaptación y reorganización de las redes neuronales) es una propiedad intrínseca del mismo.
Así, hoy podemos afirmar que ciertos hábitos pueden mejorar la salud cerebral, preservando su funcionamiento óptimo durante más tiempo y limitando la aparición de procesos neuropatológicos.
Algunos de los más relevantes son: tener una dieta saludable y equilibrada como la mediterránea, realizar actividad física de forma regular y moderada, mantener la mente activa, potenciar relaciones sociales de calidad, dormir adecuadamente (al menos 6 horas), eliminar el consumo de tabaco y alcohol, reducir el estrés y promover el bienestar emocional.